Desde hace décadas, los neurocientíficos sospechan que vivir en
la urbe, además de acarrearnos enfermedades crónicas, tiene
efectos adversos también en nuestra salud mental. Ansiedad,
estrés, depresión o incluso esquizofrenia tienen más probabilidades de
manifestarse en el entorno urbano. Y el
riesgo aumenta cuando los primeros años de crianza han transcurrido sobre el
asfalto. El factor que más contribuye es el
estrés social, Por estrés social se entiende el generado en
ciertas situaciones sociales. «Verse
expuesto a las críticas y
ver amenazada la identidad social, es decir, el modo en que se nos percibimos a
nosotros mismo a través de los ojos de los demás. No es necesario que alguien
nos enjuicie externamente, ya que efectos similares se producen cuando nos
autoevaluamos», explica Alfredo Oliva Delgado, del departamento de
Psicología de la Universidad de Sevilla. Si la amenaza que representan estas
críticas supera la capacidad de afrontamiento de la persona, y se mantiene a
pesar de sus esfuerzos para afrontarla, se desatan procesos fisiológicos,
apunta. Entonces se dispara el cortisol,
una hormona liberada por las glándulas suprarrenales en situación de estrés.
«Las tasas elevadas y mantenidas de cortisol en sangre tienen
efectos muy desfavorables para la salud y puede contribuir a provocar
enfermedades cardiovasculares, debilitamiento del sistema inmunológico y hasta
destrucción de las neuronas del hipocampo, con el consiguiente deterioro de la
memoria y de la capacidad para aprender». La revista «Nature» se ha ocupado esta
semana de la influencia nociva de la ciudad. Y destacaba como un posible y potente
estresor social la experiencia de sentirse diferente por causa del nivel
socioeconómico o el lugar de origen. Dos situaciones muy
comunes en nuestros días que agravan el problema.
Huella genética. El
estrés no solo deja huella en nuestro cerebro, también la deja en el material
genético, mediante modificaciones químicas que no alteran el
mensaje genético, pero activan y desactivan genes, explica Ángel Barco,
director del laboratorio de Neuroepigenética del Instituto de Neurociencias de
Alicante. Un buen ejemplo de cómo la epigenética influye en el comportamiento
nos lo dan las abejas. En función de la alimentáción que recibe, una larva
puede convertirse en abeja reina o en una obrera. El comportamiento de ambas es
totalmente distinto, y la epigenética es la responsable de “traducir” la
alimentación en expresión de distintos genes y diferentes pautas de acción.
De padres estresados, hijos estresados. La clave está en la epigenética,
una disciplina «de moda» que estudia la interacción entre el material genético
y el ambiente en que vivimos. Y que puede hacer que dos gemelos
idénticos, aún con los mismos genes, desarollen patologías diferentes. Y ese
diálogo entre nuestro ADN y el ambiente donde vivimos comienza desde el momento
del nacimiento, o incluso antes, como demuestran algunos estudios con ratas,
muy trasladables a nuestra especie, apunta Nadal. “A través de las
caricias y lametones las ratas inducen en sus crías cambios epigenéticos que se
transmiten a la descendencia, las madres cuidadoras tienen hijas cuidadoras.
Las caricias modifican la expresión de genes del eje hipotalámico-pituitario
adrenal, muy importante en la respuesta al estrés. De
alguna forma les transmiten con sus caricias una forma de afrontamiento eficaz.
Su prole es más resistentes al estrés, menos ansiosas y, cuando envejecen,
tienen menos déficits cognitivos y, además son mejores madres” apunta. Pero
este efecto no está escrito en el material
genético. En realidad es la conducta materna la que modifica la forma en que se
lee el mensaje genético, aclara Nadal y lo ilustra: “Si se deja
a los pequeños roedores de una madre cuidadora a cargo de otra más negligente,
las crías se transforman en poco cuidadoras en la vida adulta” y, además,
pierden los beneficios que aportaban los lametones maternos frente al estrés y
el deterioro cognitivo.
Resiliencia. Y en esos primeros cuidados podría residir la capacidad de
algunas personas para afrontar mejor que otras el estrés. Lo que se conoce como resiliencia,
un término tomado de la física que hace referencia a la capacidad de un
material de resistir presión sin deformarse. Traducido a nuestra especie, es la
capacidad de asumir con flexibilidad
situaciones límite y sobreponerse a ellas. Esta capacidad
podría residir en el lóbulo frontal, como explica Roser Nadal: “Entre las
cualidades que se asocian a la resiliencia, se citan el optimismo, la actitud
positiva, el apoyo social y flexibilidad cognitiva.
“Ésta última depende el funcionamiento de la
corteza pre frontal, muy sensible al estrés.
Un funcionamiento correcto de esta estructura es protector. Además de los
genes, influyen las pautas de crianza, educación y relaciones sociales. Hay que
añadir que el aislamiento social se acusa más en la ciudad, que en los pueblos,
donde casi todo el mundo se conoce.
Curiosamente, las muestras de cariño que
recibimos estimulan la liberación de endorfinas, opioides
naturales del cerebro, otra pieza importante en la interacción entre estrés
urbano y sus efectos adversos. Y precisamente la corteza pre frontal está
repleta de receptores para esta sustancia, lo que hace pensar
que una caricia tiene el poder de ayudar a regular el estrés. Precisamente las
muestras de afecto y el apoyo social es algo que resaltan las personas que han
salido de una situación altamente estresante. Además, el
contacto social eleva los niveles de oxitocina,
que también tiene un papel importante en el cerebro ya que
estimula de la confianza en otras personas y reduce la ansiedad. .
El estrés envejece. Nuestras células tienen, literalmente, los días contados. Pero
la velocidad con que transcurren esos días es diferente en función de las
condiciones a las que estemos sometidos. El estrés acelera el proceso de división celular,
que son los días que le quedan a la célula. “Distintos tipos de estrés crónico, incluyendo el emocional percibido,
incluso si lo han sufrido nuestras madres durante el embarazo, acelera
el proceso de división celular,
que son los días que le quedan a la célula. La buena
noticia es que con un estilo de vida adecuado ( ejercicio,
la meditación y
el aceite de pescado rico en omega 3 ), estos efectos son reversibles: apunta
Blasco.